viernes, 12 de junio de 2020

A 230 años de su natalicio.


Yaritagua, 1807. Un joven, que pocas horas antes saliera de una tienda, transita el camino de la montaña de Mayupirí y es seguido sigilosamente por cuatro hombres. Son bandoleros que se han percatado de la considerable cantidad de pesos que porta, a encargo de su madre para hacer unas diligencias cerca de Cabudare.

El chico había nacido el 13 de junio de 1790 en el sitio de Durigua en la villa de Araure, una pequeña aldea de casas dispersas a orillas del riachuelo Curpa, donde se avecindaran tres años antes sus padres: Juan Victorio Páez Mendoza y María Violante Herrera Xáimes de Agüero.

Los malhechores aprovechan un denso, estrecho y arbolado trecho para sorprenderlo. Uno de ellos toma su mula por las riendas, pero el muchacho saca del arzón una pistola, salta del animal y apunta nervioso al más alto del grupo que comienza a encimársele poco a poco con un machete en una mano, un garrote en la otra y la mirada fija en el arma. Cuando el asaltante está lo suficiente cerca y le lanza un machetazo, el mozo le dispara a las piernas y la pistola estalla en su mano.

Había recibido bautizo dos días después de nacer, en la iglesia Nuestra Señora del Pilar de Araure, por el vicario Ramón Manuel Tirado. Era de buena crianza y a los 8 años recibió una precaria y corta instrucción de su primera y única maestra Gregoria Díaz, que incluyó no solo números y letras sino el cristianismo de memoria, a fuerza de azotes. 
Así que cargaba armas como todo viajero por precaución, pero nunca había tenido el pensamiento de usarlas para dañar a alguien, con excepción de un loro que minutos antes, desde una rama, le había tentado.

Mientras se disipa el humo de la pólvora y con el estruendo, vuelan no uno sino varios loros de entre los arbustos, no está seguro si le ha dado o no y por dónde, así que saca su espada para rematarlo, pero el bandolero se desploma inerte y los demás que se mantenían expectantes huyen.

Había hecho blanco con un mortal disparo en la ingle.

El muchacho preservó así su vida, montura, armas y dinero, en el primer lance extremo de cientos que tendría durante su larga existencia. 
Esta capacidad de reacción le convertiría en pocos años en un temible guerrero que llegó a dejar fuera de combate, en el argot llanero “mojar la cuchara” de su legendaria lanza. a más de cuarenta contrincantes en una sola batalla. 


Ya anciano, describiría este suceso como el que hizo marchar a Barinas, internarse en las riveras del Apure y aprender el oficio del llanero. Fue el día que comenzó a llenar su carácter de paciencia, estrategia, oportunidad y astucia para la defensa y ataque, llegando a ser un gran líder, llamado por sus subalternos Taita o el Catire; por los historiadores el León de Payara o el Centauro de los Llanos y por el Libertador de cinco naciones, Impertérrito y Valiente.

Hasta el célebre comandante realista Pablo Morillo habría dicho al rey de España, justificando su derrota en las Queseras del Medio ante un rival con inferioridad numérica, algo así:

“Dadme a un Páez y diez mil llaneros, y pongo Europa a vuestros pies”.







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