Preguntar por su lanza y su caballo, que formaban con él una unidad inseparable, era comúnmente la exclamación del general José Antonio Páez al recuperar el sentido luego de las convulsiones, provocadas unas veces por la excitación nerviosa al tener enemigos al frente y otras ante la visión, pensamiento o mención de una culebra.
El origen de ese mal crónico, que le provocaba algo similar a un ataque de epilepsia, parece reflejarse en lo escrito en su autobiografía, cuando su adolescencia cambió radicalmente luego de matar a un salteador de caminos e internarse hacia las riveras de río Apure.
Páez, en tercera persona, confiesa lo que sentía en su rudo inicio como peón en las faenas llaneras: “Zumba el viento en sus oídos cual si penetrase con toda su fuerza en las concavidades de una profunda caverna; apenas se atreve el cuitado (desventurado) a respirar; y si conserva abiertos los espantados ojos, es solamente para ver si puede hallar auxilio en alguna parte, o convencerse de que el peligro no es tan grande como pudiera representárselo la imaginación sin el testimonio del sentido de la vista”.
Describe cómo el tener que domar a pelo caballos salvajes, echarse a un río cuando no sabía nadar, velar por las noches que las madrinas de caballos no huyeran, en fin, ser obligado a todo lo más difícil y peligroso que hubiese que hacer en el hato La Calzada, fue una durísima prueba o castigo para quien "no había nacido destinado a sostenerla".
No es de extrañar entonces que haya sufrido en ese tiempo ataques de serpientes o algún otro animal, cosa común en el oficio pero que, por razones obvias, no escribió.
Aflorarían esos traumáticos recuerdos en momentos previos a un lance en que su vida corría peligro? Solo él llegó a saberlo.
La historia registra su padecimiento desde el combate de Chire (Casanare) el 31 de octubre 1815 cuando uno de sus ayudantes regresó de la retaguardia exhibiendo una culebra enrollada en el asta de su lanza, alardeando que era el primer enemigo aprisionado, hasta sus tiempos en Nueva York, donde lo acompañó su fobia hacia los ofidios.
El Yagual, Ortiz, y Trapiche de Gamarra fueron igualmente combates donde se vio al guerrero sufrir esos ataques, algunas veces antes de comenzar, otras en medio o al final, siendo tan conocidos estos episodios por sus hombres cercanos que, según la circunstancia, esperaban a que se repusiera o buscaban agua donde la hubiere para echársela en el rostro.
Su más proverbial convulsión fue en la Batalla de Carabobo. Después de someter con trescientos jinetes al batallón Barbastro y comenzar el acoso al resistente Valencey, le sobrevino un ataque, quedando inconsciente “en el ardor de la carga entre un tropel de enemigos”.
Allí, su vida fue inusitadamente salvada por un jefe realista de la caballería de Francisco Tomas Morales, el teniente coronel Antonio Martínez (venezolano) junto al oficial subalterno republicano Alejandro Salazar “Guadalupe”, quien sostuvo a Páez montado en las ancas de su caballo mientras Martínez lo llevaba de las riendas apartándolo hasta el lugar donde se recuperó.
Un sitio de la sabana donde poco después Simón Bolívar llegó a felicitarlo y ofrecerle el empleo de General en Jefe del Ejército como artífice de aquella victoria.
Finalmente, el único Jefe de División que sobrevivió a la batalla fue José Antonio Páez.
Ulises Dalmau
Fuentes: Autobiografía del general José Antonio Páez; Leyendas Históricas de Venezuela, Arístides Rojas; Antonio Martínez, el realista que salvó a Páez, Luis Heraclio Medina Canelon ; conversaciones con Antonio Jose Vitulano Mendez.