El cuartel superior del escudo de armas del estado Carabobo (decretado
el 1° de mayo de 1905) es una representación alegórica a lo que muchos interpretan como "la toma del Castillo
de San Felipe" en Puerto Cabello.
La acción, que desarticuló en 1823 el
último refugio del Ejército Expedicionario de Costa Firme en Venezuela y por
tanto marcó el final de la Guerra de Independencia, realmente no fue emprendida
cruzando el mar a caballo portando banderas, ni de día.
El general José Antonio Páez en su autobiografía cuenta que,
estudiando cómo vencer las murallas de la plaza fuerte* con la menor pérdida posible,
descubrió unas misteriosas huellas que aparecían cada madrugada en la playa, y
tras una vigilia lograron dar con el hombre que, increíblemente, atravesaba por
las noches la ensenada por la parte este, entre la costa y el fuerte.
Era un negro borburateño llamado Julián Ibarra, nacido
esclavo en una hacienda de cacao. Su dueño, don Juan Jacinto Iztueta,
11 años atrás había sido uno de presos del castillo que encabezaron la sublevación para poner en manos realistas uno de los mas importantes arsenales del país, infringiendo así un humillante
revés (29 de junio al 6 de julio de 1812) a su gobernador, el para entonces coronel
Simón Bolívar.
Esta vez, Iztueta prestaría su apoyo para que la plaza
volviese a manos republicanas, por lo que Julián no tardó en ser persuadido de
mostrar a tres oficiales patriotas que fijaron la ruta, dónde estaban esos
puntos vadeables entre los manglares, solo conocidos por él.
Páez echó a andar la estrategia del asalto con una de sus
acostumbradas maniobras de distracción: mandó a abrir zanjas para desviar el
río y ordenó romper el fuego desde las 5 de la mañana para agotar al enemigo,
enmascarando lo que pretendía hacer.
Serían las 10 de la noche del 7 de noviembre, cuando 500
hombres -entre ellos 100 lanceros- descalzos y desnudos, solo con fusiles y
lanzas, emprendieron la riesgosa misión de atravesar el mar.
Aunque
el trayecto había sido calculado en una hora, a los comandados por Manuel Cala y José Andrés Elorza les tomó cuatro por la cantidad
de soldados.
Su preocupación esa vez no eran los voraces caribes, pisar una raya, toparse con un temblador o un caimán como cuando la infantería atravesaba un río llanero. Era avanzar sigilosamente entre el oscuro y cenagoso laberinto del manglar para no ser descubiertos, sobre un fondo de lodo, rodeados por el movimiento de peces que agitaba el agua a la altura de sus pechos.
Su preocupación esa vez no eran los voraces caribes, pisar una raya, toparse con un temblador o un caimán como cuando la infantería atravesaba un río llanero. Era avanzar sigilosamente entre el oscuro y cenagoso laberinto del manglar para no ser descubiertos, sobre un fondo de lodo, rodeados por el movimiento de peces que agitaba el agua a la altura de sus pechos.
A las 2:30 de la madrugada todos habían pisado tierra seca y cada
partida de asalto estaba apostada en los lugares indicados. Una señal y lo
demás fue rutina para aquellos guerreros imbatibles a quienes los valencianos
habían repuesto a tiempo sus agotadas reservas de alimentos.
Como expresa el centauro portugueseño: “Los habitantes de esta ciudad, entonces como siempre tan generosos con la patria y conmigo, me dieron no solo las provisiones necesarias, sino todo cuanto pudiera servir para regalo de las tropas durante las fatigas del sitio.”
Como expresa el centauro portugueseño: “Los habitantes de esta ciudad, entonces como siempre tan generosos con la patria y conmigo, me dieron no solo las provisiones necesarias, sino todo cuanto pudiera servir para regalo de las tropas durante las fatigas del sitio.”
El cronista Asdrúbal González en su libro Sitios y Toma de
Puerto Cabello señala que, días después, don Juan Jacinto Iztueta fue designado
alcalde del Ayuntamiento de Puerto Cabello.
En cuanto al destino de Julián Ibarra, es descrito en “El
negro que le dio la espalda a la gloria” del cronista porteño Miguel Elías Dao.
Julián dejó de ser esclavo. Recibió el grado de capitán del
ejército, un caballo con aperos, 500 pesos y una casa en la calle de Colombia del
Puerto, pero fue condenado a muerte en 1826 por el asesinato del comerciante
Federico Pantoja y cinco de sus acompañantes, cometido para robarles el pago de
un cargamento de cacao.
*Corrección del historiador Jose Sabatino